Las relaciones que construimos aquí, con lo que nos rodea, lo tangible y lo intangible, es lo que dota a la ciudad de identidad, de sentido. Nos apropiamos del espacio a través de nuestras experiencias y cada calle que recorremos la dotamos de significado propio y esa misma calle, a la vez, puede ser otras cien calles, con equivalencias desemejantes y apegos individuales desarrollados por quienes también la transitan. Cada uno de nosotros lleva consigo su propia ciudad que es inherente a cómo habitamos, a los vínculos que establecemos con y en ella. También nos apropiamos de lo urbano de un modo colectivo a través del lenguaje y nombramos plazas, vías y rincones con nombres que nadie conoce más que nosotros, los ciudadanos. Ese imaginario común bebe de las tradiciones, de las costumbres, de las fiestas… La ciudad emocional solo pertenece a los que en ella vivimos y únicamente el tiempo, permanecer, nos da acceso a conocer lo exclusivo del saber popular, del saber de la calle. Ese es el tesoro que sueñan los turistas, la ciudad escondida, la legítima, a la que nunca van a tener acceso a través de Google.