Aprendizajes

A lo largo del año son muchos los aprendizajes que hemos adquirido acerca de las relaciones en las ciudades.

Estos aprendizajes ayudan a las empresas residentes no sólo a saber cómo construir una ciudad más humana, también cómo pueden hacerlo a través de sus negocios obteniendo beneficios más allá de lo económico y generando un gran impacto positivo en la vida de las personas.

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NO TODO EL FLUJO URBANO ES MOVILIDAD

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LA INMEDIATEZ NO NOS HA DADO MÁS TIEMPO

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EL CRECIMIENTO DE LAS CIUDADES TIENE LÍMITES

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EL ORDEN PÚBLICO NECESITA HUECOS LEGALES

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LOS NUEVOS SUBURBIOS SON DIGITALES

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LA SALUD PÚBLICA NO ES LO MISMO QUE LA SALUD COLECTIVA

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ES NECESARIO REDEFINIR EL CONCEPTO DE COMUNIDAD

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LA CIUDAD ES UN DESTINO EREMÍTICO

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SIN CONFIANZA NO HAY RELACIONES

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NOS RELACIONAMOS A TRAVÉS DE SISTEMAS

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NO SOMOS INDIVIDUALISTAS, SOLO NOS PROTEGEMOS

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LAS RUINAS URBANAS NOS CONSTRUYEN

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EL EQUILIBRIO ENTRE LO NATURAL Y LO ARTIFICIAL ES NUESTRA MAYOR TAREA

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NO HAY CRECIMIENTO SIN ARMONIA

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TODO EL CONOCIMIENTO NO ES SUFICIENTE

No todo el flujo urbano es movilidad

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Nos gusta hablar de flujos urbanos porque hablar de la movilidad como el gran reto de las ciudades del futuro simplifica el problema y limita el marco de pensamiento. Lo cierto es que en las ciudades no solo se mueven coches y personas. Se mueven ideas, imágenes, cosas y mercancías; se mueven datos e información, se mueve el dinero; se mueven recursos como la energía, el agua y la comida, la propia ciudad se mueve, y todo a velocidades diferentes, desde lo instantáneo a lo súper lento.

Son todos flujos urbanos interdependientes que cuando se miran de manera aislada pueden tener consecuencias inesperadas. Las ciudades son sistemas complejos con procesos que necesitan ser eficientes y fluidos, procesos de los que depende su capacidad económica, productiva, su capacidad de generar o atraer riqueza.

Estos flujos son importantes y hemos conseguido acelerarlos con máquinas, energía, tecnología, pero existen otros flujos que son lentos e imposibles de simplificar, acelerar o dominar. Su ritmo está marcado por el entorno natural y el de nuestra propia condición humana. Estos flujos tienen su propio ritmo y permiten la creación de entornos socialmente activos, sostenibles y habitables. Son flujos que permiten intercambios emocionales, intelectuales y vitales. Parece que hemos extendido los objetivos de nuestros retos de movilidad, a todos los flujos que forman o deforman la vida urbana.

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La inmediatez no nos ha dado más tiempo

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La aceleración es lo que define nuestro sentido del tiempo hoy. Todo es veloz, efímero, todo se consume rápido y siempre con la mirada dirigida hacia lo que viene después. El presente se renueva a través de un scroll infinito y cada gesto del pulgar da paso a un presente nuevo.

Vivimos inmersos en un sistema económico que nos exige todo de nosotros, ser productivos al máximo y el precio/hora define todo lo que somos. “Perder el tiempo” no es algo que nos podamos permitir, el “tiempo es oro” y no tener tiempo es un signo de éxito. Pero vivir sometidos a las agujas del reloj, arrastrados por la velocidad que está impresa en todo, nos conduce a vivir tomando decisiones poco reflexionadas y cortoplacistas. Pensar requiere tiempo y no hacer nada, a veces es lo mejor que podemos hacer por nosotros mismos.

En la actualidad es casi imposible que nada suceda si previamente no ha sido agendado. Agendamos nuestras reuniones en la oficina, nuestras comidas en restaurantes con clientes, pero también con los amigos, las partidas de tenis, las cañas… Nuestra agenda está repleta semana tras semana y poco espacio queda para lo espontáneo y lo imprevisto en nuestras vidas. Controlamos el presente y el futuro a golpe de agenda y ese control es el síntoma de nuestro sentido del tiempo. Todo ocurre a tanta velocidad que sólo “controlando el tiempo” somos capaces de llegar a todo y de no perdernos nada.

 

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El crecimiento de las ciudades tiene límites

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El relato constante acerca del crecimiento exponencial de las ciudades en las próximas décadas nos abrió un nuevo camino en la exploración: el de preguntarnos acerca de cuáles eran los límites existentes, presentes y futuros, de ese crecimiento. No todas las ciudades pueden asumir el crecimiento demográfico al que están expuestas, no sin que este crecimiento perjudique a los que en ellas viven. El reto demográfico está sobre la mesa y son muchas las infraestructuras que hay que equilibrar. Cuando el crecimiento es tan rápido ese equilibrio es difícil de encontrar.

Hay límites económicos, sociales, legislativos, culturales y también hay que límites que impone la naturaleza. Hay ciudades que decrecen, incluso desaparecen, precisamente porque han restringido sus capacidades a un único sector productivo, otras porque no han sido capaces de proteger a aquellos que la mantienen en pie: los ciudadanos.

Si en el futuro el relato se cumple, la mayoría de las personas vivirán en ciudades, por eso mismo es necesario cuestionar el crecimiento y la forma en el que las ciudades lo están asumiendo. Detectar los puntos de inflexión, las debilidades de cada ciudad, es crucial para poder asumir un crecimiento que no tenga un impacto negativo en la vida de las personas. Es necesario también saber identificar los límites y no extenderlos más allá de lo que la ciudad pueda sostener.

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El orden público necesita huecos legales

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Las ciudades son plataformas que aúnan infraestructuras físicas, sociales, económicas, políticas y culturales. Estas infraestructuras se acumulan en capas y tienden al caos por su vulnerable equilibrio y complejidad. Un caos que funciona como un componente natural de las ciudades y que en distintas formas ha aparecido a lo largo de la historia de las plataformas urbanas: saqueos, pandemias, revoluciones, chabolismo o tráfico son fenómenos que hemos intentado dominar con murallas, alcantarillado, planes urbanos, leyes, autopistas, suburbios, Big data…

Parece un intento frustrado de dominar un fenómeno que daña la capacidad de nuestras ciudades de crear transacciones, aquellas que necesita nuestro sistema económico. Básicamente porque el caos provoca flujos económicos impredecibles, pérdidas de eficiencia y complica el control de los riesgos.

Pero, por otro lado, el exceso de orden, la burocracia… paralizan cualquier intento de responder a un fenómeno adverso y no anticipado con tiempo y es entonces cuando creamos los espacios de excepción. Lugares para improvisar, actuar sin permiso, reaccionar por impulso, dejarse llevar o simplemente esperar .

 

 

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Los nuevos suburbios son digitales

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La tecnología nos ha permitido a lo largo de este año estar conectados con el resto del mundo y el desastre ha sido menor porque gracias a esto no nos hemos sentido tan solos. Hemos acudido a nuestras pantallas en busca del afuera, pero eso no implica que hayamos podido establecer mejores relaciones.

Las redes sociales son el tablero de ajedrez donde juegan sus luces y sus sombras.

Su principal ventaja, la posibilidad de expresarse libremente, es uno de sus mayores riesgos, todos pueden emitir su opinión y leer la de los demás. Entre este gentío, oculto detrás de la pantalla, surge sin censura el lado oscuro de las personas. Muchos usan estas plataformas digitales no sólo para compartir su información o propagar opiniones, sino para volcar sus frustraciones. El mal uso de las redes tiene sus consecuencias, al acecho la adicción y la obsesión, que merman la calidad de vida, o el deterioro de las relaciones: nos habituamos a mantener cómodas conversaciones en pijama con los que no están y se evita el contacto con el entorno real. La vida virtual parece reflejar la realidad pero no es así.

Los llamamos suburbios digitales porque, como los físicos, nos alejan de lo diferente, de lo desconocido. El algoritmo nos induce a relacionarnos con los que nos son afines, en ideas, en estilo de vida… y, como en la vida real, nos aleja de lo que no conocemos y nos enfrenta a todo lo que no nos es familiar. En definitiva, nos impide acceder a la riqueza humana.

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La salud pública no es lo mismo que la salud colectiva

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Si buscamos “salud” en algún diccionario, encontraremos que la salud se concibe como un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades. Encontraremos que la salud se considera un recurso para llevar una vida individual, social y económicamente productiva y no el objetivo de la vida.

Observar la salud en un entorno como el de la ciudad e intentar abordar qué relaciones existen en torno a esta realidad arroja un ámbito, el de la salud colectiva, que es un campo fértil para la reflexión. Podríamos analizar si en la ciudad disponemos del ambiente medioambiental, el ambiente doméstico y formas de vida saludables que nos permitan tener salud.

Pero todas las cuestiones que determinan la salud pasan por poder llevar una vida digna y es entonces cuando emerge una dimensión, la social. Es entonces que comprendemos que el grupo social determina el vivir, el enfermar, el curarse y el morir, que hay toda una idiosincrasia de accesos y limitaciones que determinan la calidad y prevalencia de cada fase. La Salud colectiva responde a una corriente de pensamiento que, desmenuzada, mostraría el pulso de nuestro tiempo: cómo nos organizamos, cuáles son nuestras prioridades, nuestras servidumbres y nos señalaría por dónde apunta el progreso.

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Es necesario redefinir el concepto de comunidad

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España no es un país que se caracterice por la capacidad asociativa de sus ciudadanos, escasean las asociaciones vecinales, los grupos ciudadanos de acción y gestión colectiva de un bien común. Vivir en comunidad, tal y como se entendía antiguamente, es complicado que suceda en el mundo de hoy. Las comunidades tradicionales se caracterizaban por su tamaño reducido, eran duraderas y estables en el tiempo, distintivas respecto a otras, eran autosuficientes y la colaboración se producía de forma orgánica. Hoy, en una sociedad caracterizada por el individualismo, nuestra capacidad para formar una comunidad se ve mermada por la competencia y cualquier logro o meta a alcanzar se convierte en una ardua tarea de discusión y persuasión que produce un desgaste que pocos están dispuestos a asumir.

Hay pocos espacios en la ciudad que estén gestionados de manera común por los ciudadanos, más allá del hogar. De hecho, podríamos extraer de la gestión de los hogares la fórmula perfecta para gestionar otros espacios de la ciudad. En el hogar la competitividad no existe, las necesidades de todos y cada uno de los miembros de la familia son atendidas y la gestión de lo productivo es esencial para el bien de toda la familia. Volviendo a la ciudad podemos identificar iniciativas como los huertos urbanos, los bancos de tiempo o algunos centros sociales… Son pequeños pasos, es cierto, pero esto no permite un cambio de paradigma. Si no podemos volver atrás y construir una comunidad como “las de antes” deberemos encontrar una nueva forma de construir comunidad, de gestionar lo que es vital para todos, para que en un futuro nadie pueda arrebatarle a otro el derecho a beber, a comer o a estudiar…

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La ciudad es un destino eremítico

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Hablar de entornos urbanos es hablar de distancia, no sólo por la dimensión del territorio, ni por la longitud de las carreteras que uno tiene que recorrer para llegar a algún sitio, la distancia está presente también entre los que en la ciudad habitan y no es una separación únicamente física, también es emocional, mental.

La mejor muestra de esto es el auge de la soledad en nuestra sociedad, en nuestras ciudades, tanto para aquellos que la eligen como para los que están sometidos a ella de un modo forzoso por su situación de abandono o desamparo. En nuestro país los jóvenes son el sector de la sociedad que más solos se sienten, a pesar de ser también los más conectados.

Una de las consecuencias de la soledad es el impacto que tiene en la salud mental, tanto de los que la padecen como de los familiares de éstos, que no pueden atenderlos porque el sistema económico demanda de ellos gran parte de su tiempo y sus recursos. En España casi una cuarta parte de los hogares son unipersonales y se prevé que en un futuro este número sea mayor. Vamos hacia una sociedad de seres individualizados, apartados de los afectos de los demás, acostumbrados a no requerir de otros u obligados a no hacerlo. La ciudad ha pasado de ser un lugar en el que encontrar el anonimato para convertirse en un destino eremítico.

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Sin confianza no hay relaciones

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Vivimos en ciudades multiculturales, globalizadas, y es en ellas donde ejercitar la confianza es más necesario.

En los últimos tiempos y debido precisamente a la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones, son muchos los grupos que se han formado, que comparten y defienden valores muy distintos. Grupos en lucha contra el cambio climático como Friday’s For Future, grupos conservadores que defienden valores como la familia o la religión, grupos defensores de los derechos sociales que luchan en contra de la desigualdad, grupos antivacunas, étnicos… Vivimos en ciudades cada vez más polarizadas donde los ciudadanos conviven en la distancia y donde se generan las relaciones a partir de la desconfianza y, por ende, desde el miedo a lo diferente, a los que no piensan del mismo modo, a los que tienen un color distinto, a los que no creen en el mismo dios… En definitiva, a los que no vemos como iguales. Por eso, confiar es un ejercicio necesario, hoy más que nunca, porque no hay vuelta atrás y estamos destinados a convivir con lo desconocido. Confiamos ciegamente en quién hace nuestro pan, en quién conduce el metro que nos lleva al trabajo, en quién nos cura cuando estamos enfermos… Sin confiar no podríamos vivir.

Confiar es necesario, encontrar puntos de encuentro es necesario y para ello las mejores herramientas son el diálogo, la compasión y la empatía.

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Nos relacionamos a través de sistemas

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El mercado, la tecnología, las instituciones, las leyes… todos y cada uno de ellos son sistemas que rigen y establecen el modo en el que nos relacionamos. Pero los sistemas no son perfectos y, por ende, las relaciones que generan tampoco lo son y las fugas de todos ellos tienen un impacto real y muchas veces negativo en las personas y en el planeta.

Un sistema, el tecnológico, que juega en dos campos muy distintos, el de ayudarnos a progresar y a resolver grandes problemas y, la vez, el de someternos a una realidad deshumanizada por completo, alejada de lo natural y entregada a lo artificial. Un sistema que nos ofrece soluciones innovadoras que se presentan como la única forma posible de atajar nuestras debilidades actuales como sociedad. El sistema tecnológico nos ofrece la promesa de una vida mejor, pero vamos por el camino que nos traza sin un mapa que nos marque el destino y eso conlleva un gran riesgo, el de olvidarnos que quienes somos y de dónde venimos.

Mencionar otro de los sistemas, el institucional. El conjunto de eruditos que lo conforman, con sus decisiones, también influye en nuestro modo de vivir en las ciudades. Basados en el conocimiento extremo, trabajan normalmente sin un diálogo que acerque a los ciudadanos esos conocimientos para tomar de forma conjunta mejores decisiones. Ejercen su poder sobre la ciudad sin contar la mayoría de las veces con la sabiduría de aquellos que la transitan a diario, los ciudadanos. La participación es fundamental para conocer las necesidades reales a pie de calle y las sensibilidades de una ciudadanía cada vez más diversa.

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No somos individualistas, sólo nos protegemos

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En la ciudad existen muchos tipos de relaciones. Es paradójico que estando rodeados de tantas personas seamos tan selectivos con cómo repartimos los afectos. Esto es debido a la gran cantidad de impactos recibidos a lo largo del día, nos cruzamos con cientos de personas y transitamos mundos muy diferentes en una sola jornada. En una ciudad como Madrid, podemos establecer 13 nuevas relaciones al día, esto al cabo del año son casi 5000 nuevas relaciones. Este dato es inasumible por el ser humano ya que físicamente no estamos preparados para poder acoger con la misma atención a todas esas posibles relaciones, así como tampoco estamos diseñados para generar un recuerdo de toda aquella información con la que nos topamos a lo largo del día. Tener en cuenta las limitaciones de nuestra humanidad es fundamental para diseñar mejores mensajes y, también, para no culpabilizarnos ni tacharnos de individualistas cuando seleccionamos a un número de personas reducido para otorgarles nuestros afectos.

Las relaciones urbanas se establecen en distintos grados, son infraleves y leves aquellas en las que apenas hay un intercambio de palabras y la interacción es mínima, las personas con las que te cruzas en el metro, el repartidor que te trae la comida a casa… Son más fuertes aquellas que mantenemos con nuestros compañeros de trabajo, al menos, mientras duran, ya que suelen desaparecer cuando cambiamos de puesto o de compañía, y luego están las que son fuertes y duraderas en el tiempo, normalmente éstas se producen con la familia o personas muy cercanas. Pero es necesario saber que todas ellas nos construyen, que aquellas que a priori nos parecen menos importantes pueden ser cruciales en algún momento de nuestra vida.

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Las ruinas urbanas nos construyen

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Hoy nuestras ciudades están repletas de ruinas, infraestructuras físicas que tuvieron sentido en otros tiempos y que no lo encuentran en la actualidad. Antiguas fábricas, estaciones de tren, centros deportivos… Todas esas ruinas son lugares “en espera”, espacios que sí están listos para redefinirse y ocupar un nuevo lugar en nuestra sociedad. Las ruinas nos atraen, precisamente porque forman parte de nuestra historia y es a través de ellas que podemos seguir construyéndola.

Pero las ruinas no son sólo físicas, también existen ya innumerables ruinas digitales. El ciberespacio está repleto de páginas web que ya no se usan, de redes sociales a las que ya nadie se adhiere, de huecos que pueden ser espacios de innovación. Al concepto de ruinas se une el de pre-ruinas, un concepto que nos invita a observar con detenimiento lo que nos rodea para detectar todo aquello que, a pesar de seguir funcionando en la actualidad, es probable que en poco tiempo deje de tener sentido: los cajeros automáticos, la televisión, las tiendas físicas…

Podemos incluir también en este concepto las relaciones, ¿qué relaciones ya no tienen sentido?, ¿podemos revisitarlas y mejorarlas? Es decir, ¿podemos dejar de relacionarnos con los mayores como lo hacemos o con las personas con capacidades diferentes a las que aceptamos como normales? ¿Qué capacidad de innovar nos deja este tipo de relaciones?

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El equilibrio entre lo artificial y lo natural es nuestra mayor tarea

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El sentimiento bucólico acompaña a los habitantes de las ciudades desde hace siglos. Ptolomeo II en Alejandría ya lo experimentaba al contemplar a sus súbditos acostados plácidamente a orillas del Nilo contemplando la naturaleza.

La ciudad tiene un impacto real en nuestra salud metal, el estrés y la ansiedad son mayores en los habitantes de los entornos urbanos y es por esto que idealizamos lo rural y queremos huir de las ciudades en busca de paz y de tranquilidad. Las ciudades son entornos artificiales que alejan al ser humano de la naturaleza y esto tiene consecuencias directas en nuestro estado físico y emocional. No obstante y pesar de este hastío, la ciudad y su promesa de una vida mejor sigue atrayendo a miles y miles de personas, que acuden a ella dejando atrás precisamente lo que se supone que mayor felicidad les debería aportar. Además de la cuestionable promesa de una vida mejor, la ciudad tiene algo más que nos atrapa y que es difícil explicar con palabras. La hemos construido según nuestras necesidades, es nuestra mayor creación como especie, desde ella hemos llegados a ser lo que somos. Nos permite vivir intensamente, una intensidad que nos beneficia y nos perjudica, no siempre a partes iguales.

Hoy las ciudades son nuestro destino y dejamos despoblado el entorno que nos vio nacer, encontrar el equilibrio entre lo natural y lo artificial es nuestra mayor tarea si no queremos vivir siempre añorando lo que fuimos.

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No hay crecimiento sin armonía

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Son los desequilibrios los que convierten a las ciudades en entornos hostiles y poco agradables para vivir.

A mediados del s.XX, el arquitecto y urbanista griego Constantinos Dioxidadis acuñó el término Ecumenópolis (la ciudad infinita) y dedicó gran parte de su trabajo a definir cómo debían crecer las ciudades para que el crecimiento no tuviera un impacto negativo en la vida de sus habitantes.

El mayor desequilibrio viene producido por el crecimiento de la demografía y la expansión sin control. Dicho crecimiento requiere que, de un modo armónico, crezcan también todas las infraestructuras que cubren las necesidades básicas del ser humano, todas aquellas cosas que busca cuando decide asentarse en un lugar: sociabilización, refugios y protección.

Si una ciudad no es capaz de facilitar que la gente sociabilice en sus calles, si los refugios están deteriorados o las personas no tienen acceso a ellos, si las leyes o las instituciones no velan por el bienestar de éstas, la ciudad como asentamiento está condenada a enfermar, incluso a desaparecer. Atender a las debilidades que produce la expansión sin medida, encontrar el modo de recuperar el equilibrio encajando las piezas necesarias, es imprescindible si se quiere conseguir una convivencia armónica y salvaguardar el asentamiento.

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Todo el conocimiento no es suficiente

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El sistema institucional y el conjunto de eruditos que lo conforman, con sus decisiones, también influyen en nuestro modo de vivir en las ciudades. Basados en el conocimiento extremo trabajan normalmente sin un diálogo que acerque esos conocimientos para tomar mejores decisiones. Arquitectos, urbanistas, políticos… todos ellos ejercen su poder sobre la ciudad sin contar la mayoría de las veces con la sabiduría de aquellos que la transitan a diario, los ciudadanos. La participación es fundamental para conocer las necesidades reales a pie de calle y las sensibilidades de una ciudadanía cada vez más diversa.

Otro de los sistemas más cuestionados en los últimos tiempos, sobre todo por la incapacidad de éste de formar a personas capacitadas para sobrevivir en un mundo cada vez más complejo: el sistema educativo. Un sistema que durante décadas se han encargado de suministrar grandes dosis de conocimientos técnicos, dejando de lado aquellos conocimientos que nos permiten reconocernos como seres humanos, cuestionar el mundo, relacionarnos mejor con los que nos rodean: la filosofía, la ética, la historia, el arte… Un sistema que se ha dedicado a formar a seres productivos y a consumidores y que ha derivado en generaciones que se sienten expulsadas, incomprendidas, solitarias y que experimentan un gran vacío que son incapaces de ni siquiera cuestionar.

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